Compromiso con la enseñanza: El maestro que camina siete horas para dar clases

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Al llegar a los 4.700 metros, después de más de tres horas de caminata en subida por un irregular sendero entre los cerros, los efectos del apunamiento ya se sienten con fuerza. Por la falta de oxígeno, cada paso cuesta el doble, el cuerpo se agota y aparecen los mareos. Las puntadas que atacan por sorpresa y martillan la cabeza impiden disfrutar de las postales que ofrece la precordillera salto-jujeña. El sol lastima la piel, pero no calienta. A esa altura, las temperaturas suelen ser bajo cero. Y no importa cuántas veces lo hayas hecho -asegura Alejo Acuña, docente-«uno nunca termina de acostumbrarse».

Acuña, de 49 años, es probablemente la persona que más veces recorrió ese camino. Desde que empezó a dar clases en la escuela N°4236 Fray Bartolomé de las Casas del paraje Sala Esculla, el maestro, calcula, lo habrá hecho «unas 500 veces». Le quedan pocas: acaban de informarle que el trámite de su jubilación fue aprobado.

En 1993, Acuña, hoy casado por segunda vez, con cinco hijos, no tenía trabajo. «Me ofrecieron dar clases en el paraje Sala Esculla. Era la única escuela disponible, así que no me quedó otra que aceptar», recuerda el docente. No sabía lo que le esperaba. Para llegar a la institución, ubicada unos 35 kilómetros al sudeste de Iruya, Alejo debía caminar, en promedio, entre siete y ocho horas por la montaña. «El camino nace en el paraje Río Grande. Desde ahí ya se empieza a recorrer el sendero a pie o lomo de mula. Es un camino difícil, tortuoso. Y el viaje puede empeorar mucho por las condiciones climáticas», explica.

En el punto más alto del recorrido, conocido entre los lugareños como el Abra Helacho, el docente deja ofrendas (agua, comida u hojas de coca, por lo general) en una especie de santuario armado con piedras. Se trata de una forma de agradecimiento a la Pachamama por permitirle el paso. Allí, a 4.700 metros sobre el nivel del mar, los fuertes vientos pueden voltear a un adulto. «Es un sector que tiene mucha puna. Hay que estar prevenido, mascar coca, tomar analgésicos y cuidarse de no exigirse. Una vez, volviendo a mi casa (el maestro vive en Salta capital, pero suele quedarse en la escuela entre dos semanas y un mes), me tocó un viento que me tiró al piso cinco veces antes de pasar el Abra. Cuando llegué, le dije a mi familia que nunca más iba a volver. Pero decidí hacerlo, por los chicos; y aguantar los años que me quedaban para jubilarme», cuenta Acuña, que desde hace años le reclama al Estado -«es mi sueño», dice- que se construya un camino en la montaña para llegar al lugar en vehículo y así facilitar la llegada de provisiones y poder evacuar emergencias. No tuvo éxito.

En la escuela N°4236, fundada en 1988, estudian 15 en la sede de Sala Esculla, que también funciona como albergue de lunes a viernes. Hay dos maestros. Noemí Chauqui se ocupa del nivel inicial y del primer ciclo; mientras que Acuña, que también es director, está a cargo de 4° a 9° año.

Al ver a un desconocido, los chicos muestran asombro. El maestro los alienta a hablar, pero su timidez, fundada en el extremo aislamiento en el que viven desde que nacieron, muchas veces les impide abrirse. «Vienen de familias muy humildes de entre las montañas y tienen una economía de supervivencia, basada en un sistema agropastoril. Casi todos tienen ganado menor y se alimentan de los productos locales que siembran. Los changuitos comen mejor en la escuela que en sus casas», se lamenta el director. Y cuenta, para ejemplificar la dura realidad, el caso de uno de sus alumnos que no llega a los 10 años y tiene un leve retraso madurativo: «Está desnutrido desde la panza de su mamá. Dije que estas familias comen lo que siembran. Bueno: en su casa cosechan papa y zapallito, nada más. Toda su dieta está basada en únicamente esos dos alimentos».