Es una condición subdiagnosticada y poco difundida. Un niño puede pasar años yendo a terapia por baja autoestima, recibir apoyo extra escolar para mejorar su rendimiento o, lo que puede ser más angustiante, creer que no es lo suficientemente inteligente. Frustrarse por no poder hacer una tarea, soportar el acoso de sus compañeros y sentirse excluido.

La mamá de Sofía sabe muy bien cómo pueden sentirse los chicos que tienen dislexia y que aún no han sido diagnosticados. «Sofi siempre fue muy responsable y aplicada, pero a los pocos meses de comenzar primer grado nos dimos cuenta de que algo no iba bien. Las maestras siempre la sentaban en la primera fila -recuerda su mamá, Ivana Bedoya-. Tardaba mucho en leer y escribir, se confundía los colores, y la primera vez que nos llamaron del colegio nos dijeron que cuando la maestra se acercaba para ver su cuaderno Sofi borraba todo», recuerda su mamá. «Ella también se daba cuenta de había cosas que le costaban mucho, y no sabía cómo hacer para solucionarlas. Y para aumentar su frustración tenía como parámetro directo a su hermana melliza, que todo lo hacía de taquito. En segundo grado la situación empeoró, y cada tarde que nos sentábamos a hacer alguna tarea se largaba a llorar. A veces pensábamos que Sofi era dispersa, que le costaba más prestar atención o que era más inmadura. Y había veces que también perdíamos la paciencia».

Finalmente, y por sugerencia del colegio al que van sus tres hijas, los papás de Sofía llegaron hasta el consultorio de una psicopedagoga, y luego de un test abordado durante diez sesiones dieron con el diagnóstico. Según los especialistas, la dislexia se caracteriza por una dificultad significativa en el aprendizaje de la lectura y escritura, y no está relacionada con la inteligencia general ni con problemas físicos, sensoriales o psicológicos que la justifiquen. Se estima que el 10% de la población tiene dislexia, y una de las consecuencias de no detectarla a tiempo es la exclusión.