Historia de lucha: El joven que hace diez años se gana la vida vendiendo flores

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Es vendedor callejero de ramos florales desde que era adolescente. Todos los días, su jornada laboral comienza a las 3 de la mañana, cuando toma un colectivo en la terminal de Santa Fe con destino a Viale, María Grande o Nogoyá. Aprecia las enseñanzas de su padre.

«Muchos chicos de hoy no valoran las cosas cuando reciben todo de arriba. Los niños deben aprender a cuidar lo que tienen», explica. Historia de un muchacho sencillo, que la pelea a diario.

Nació en la localidad de Timbúes, provincia de Santa Fe, en el seno de una familia muy humilde de padres trabajadores. Siendo pequeño y debido a la falta de oportunidades en su pueblo, tuvo que irse a vivir con su padre y hermanos a Santa Fe capital.

Desde adolescente, y para ayudar a la alicaída economía familiar, comenzó a vender flores en las esquinas santafesinas con una canastita.

Hoy, con 24 años, Ángel Zárate ya lleva diez años ofreciendo ramos de flores en las calles. No sólo en Santa Fe, sino en varias localidades entrerrianas.

Encarar las mañanas con la canasta
De martes a domingos, el joven sale a las 3 de la mañana hacia la terminal de ómnibus santafesina. De allí, cada día toma rumbo a una ciudad distinta. Nogoyá, Viale, María Grande, Diamante, entre otras localidades figuran dentro de su «zona de cobertura».

«Con mis hermanos trabajamos de martes a domingos. Los lunes es nuestro día de descanso y es un día que aprovechamos para compartir con la familia», cuenta.

Ángel ha conseguido otros trabajos por contrato. Pero finalizado el contrato, otra vez a la calle. Por eso prefiere levantarse tempranito cada jornada y ganarse el pan de cada día de manera independiente.

«En cada pueblo, al principio, nos cuesta un poco. Pero después que la gente nos conoce, todo se hace más sencillo», explica. Y aclara de inmediato para despejar dudas y evitar malentendidos con comerciantes locales: «En cada ciudad pagamos la sisa como corresponde».

«A la vida hay que ponerle buena cara. Encima que estamos de paso en esta tierra, no sirve vivir amargado», me explica mientras compartimos un café que gentilmente nos obsequia Patricio.

Ángel sabe de sacrificios
Desde que era adolescente sale a trabajar con su hermano. «Si yo necesitaba un par de zapatillas, mi papá me decía: ‘Tomá, acá tenés la canasta llena de ramos. Todo lo que recaudes es para vos y con eso ahorrá para el calzado».

«Así podía comprarme las zapatillas. Mi viejo no me regalaba nada, sino que me permitía ganar mi dinero. Por eso hasta el día de hoy le sigo agradeciendo», me cuenta mientras termina su café con leche.

«Los chicos no valoran cuando sus padres le dan todo de arriba. Los niños deben aprender a cuidar lo que tienen. Porque con sacrificio todo se puede», dice. Y de sus palabras se desprende la fuerza de voluntad.

El afecto al trabajo
Cuando llegó a Santa Fe desde su Timbúes natal, vivió algunos años en un «barrio muy marginal». Y allí pudo conocer de primera mano los estragos de la droga y las secuelas que deja en los jóvenes que no tuvieron (y no tienen) oportunidades. «Yo le agradezco a mi viejo la forma que me crió y cómo me cuidó, enseñándome valores y el afecto al trabajo».

Después de muchos años de batallar día a día, Ángel pudo construirse una pequeña casita. Fue luego que un cuñado le vendiera en el fondo de su vivienda un terreno de 7 x 6 metros. En ese lote, Ángel pudo levantarse una habitación y un baño. «Todavía le falta un poco, pero es mi casita», cuenta con sano orgullo.

Mientras seguimos hablando, el joven mira de reojos la hora. Y enseguida me doy cuenta. Hace media hora que estamos charlando. Y media hora, en hora pico, es mucho tiempo para un vendedor de flores que debe volver a su rutina laboral. Mucho tiempo para un muchacho que todos los días, desde las 3 de la mañana, sale a patear la calle para hacerle frente a la vida.