“Era ciega y ahora puedo ver”

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Cuando tenía 8 meses y comencé a gatear, chocaba con los objetos a mi paso. Era 1962; vivíamos en Karachi, Pakistán. Mis padres me llevaron a mi primera consulta oftalmológica a los dos años. El médico dijo que el problema podía deberse a una lesión en el nervio óptico sufrida al nacer, y que probablemente mi visión mejoraría en los años siguientes ya que este se reparaba por sus propios medios.

Pese a mis problemas de la vista, tuve una infancia feliz. Mi padre, Essa, dirigía un exitoso negocio de exportación. Mi madre, Fatma, se quedaba en casa conmigo y mis hermanos mayores, Jalaludin y Hussein Ali. Vivíamos en un departamento de tres habitaciones, en un barrio de clase media.

Conforme crecí, mi visión se deterioró en más del 90 por ciento. Todo era borroso, pero veía formas y podía distinguir lo claro y lo oscuro. En el Pakistán de 1960, no había muchas escuelas especializadas. Nadie llevaba bastón blanco ni perro lazarillo. Podía memorizar la disposición de una habitación y detectar cuando algo estaba cerca, evaluando su volumen y la dirección en la que rebotaba el sonido. Era mi versión de la ecolocalización.

Cuando llegó la hora de inscribirme en el jardín de infantes, mi padre tenía miedo de que los niños se burlaran de mí, de que me lastimaran o de que no pudiera mantener el ritmo; entonces decidieron que recibiría educación en casa.

El médico alentó a mis padres para que me llevaran a la escuela. Cuando cumplí ocho años, accedieron. Ese mismo septiembre, comencé el segundo grado en una academia para niñas, cerca de casa. Aunque mis papás informaron a las profesoras de mi problema, mis ojos se veían normales y nadie creía que fuera ciega. Una día nublado y lluvioso no había suficiente luz, por lo que no pude responder un examen. El docente me acusó de mentir y me pegó en el antebrazo con una regla de madera.

Para mi cumpleaños 20, la realidad apremiaba. En la tradición musulmana pakistaní, los padres arreglan los matrimonios; están decididos a encontrar mujeres ideales para sus hijos: hermosas, educadas, dedicadas a la familia. La ceguera no tiene cabida.

No tenía mucha educación ni proyecto de carrera ni esposo; cuando mis padres murieran, estaría perdida. Mis  hermanos habían ido a Canadá para estudiar, se casaron y comenzaron nuevas vidas. Mi padre decidió que debíamos emigrar también.

Llegamos a Toronto en junio de 1983, tenía 22 años. Me quedé con Hussein Ali, su esposa y su hija de 17 meses; mis padres vivían con Jalaludin. Al principio veía muchas telenovelas, esperando aprender algo de inglés.

A los ocho meses, visité a un oftalmólogo que me refirió a un especialista en retina del Hospital Infantil. Me enteré de que había nacido con una afección ocular degenerativa llamada retinitis pigmentaria que causa pérdida de visión lenta y progresiva. La retina está compuesta por millones de receptores llamados bastones (que reciben la luz) y conos (que incorporan el color). La afección merma dichas células hasta que desaparecen.

Entonces el médico confirmó mis temores: “Lamentablemente, no hay cura. Tu visión se deteriorará hasta que quedes completamente ciega”.

Mi mundo se derrumbó. Pensé que en Canadá podría ir a la universidad. Quería viajar. Quería una vida independiente. Todas las noches lloraba en mi habitación cuando todos ya se habían acostado. ¿Cómo sería mi vida?

En la siguiente consulta, en 1985, el médico me remitió al Instituto Nacional Canadiense de los Ciegos (CNIB). Me enseñaron a usar un bastón plegable para andar. El personal, en su mayoría personas invidentes, me ayudó a darme cuenta de que poco a poco podía ser alguien independiente. Me inscribí en distintos cursos a través del centro de carreras de la organización.

En 1991, recibí una llamada de un amigo del CNIB, me dijo que una fundación local estaba buscando recepcionista. Cuando conseguí el puesto, mis padres quedaron totalmente sorprendidos, sobre todo papá: había dejado todo atrás en Pakistán con la esperanza de que algún día yo pudiera tener una vida propia.

Aunque estaba nerviosa, en mi nuevo empleo todo resultó mejor de lo que esperaba. Organicé la sala de fotocopias para poder saber dónde estaba cada tipo y color de papel. Memoricé las extensiones y aprendí a identificar a los ejecutivos por su voz. Meses después de haber comenzado a trabajar, mis padres y yo nos mudamos a un nuevo departamento.